Swami Vivekananda |
El eminente discípulo que iba a recoger la herencia espiritual de Ramakrishna y a sembrar por el mundo la semilla de su pensamiento era, en lo físico y en lo moral su antítesis completa.
El Maestro Seráfico se pasó la vida a los pies o en brazos de la Divina Amada, la Madre, Dios vivo. Se desposó con Ella en su infancia, a la manera de esos matrimonios de la India; antes de tener conciencia de sí mismo la tenía de la Amada. Si luego tuvo que pasar años de mortificaciones para reunirse con Ella, fue como en las epopeyas de los caballeros andantes, para merecerla y para conquistarla. Al final de todos los caminos que se entrecruzaban en el bosque, sólo estaba Ella. Ella sola; Dios múltiple con miles de rostros. Cuando la alcanzó, había aprendido a conocer, uno por uno, aquellos rostros; a poseerla totalmente. De este modo abarcó en ella al mundo entero, y el resto de su vida transcurrió en la serena plenitud de aquella viva satisfacción cósmica cuya revelación han cantado en nuestro occidente Beethoven y Schiller.
No les era dado a sus más audaces discípulos seguirle. El más potente de ellos, el espíritu de mayores alas, Vivekananda, no lo consiguió sino, a fuerza de vuelos violentos y en medio de tempestades que más de una vez me han recordado las de Beethoven; hasta cuando se posaba, las velas de su barco hinchábanse con todos los vientos. Los gritos todos de la tierra, los padecimientos de la época, le rodeaban con su coro hambriento de gaviotas. Disputábanse aquel corazón de león todas las pasiones de la fuerza (no las de la debilidad). Era la energía hecha hombre, y a los hombres se la predicaba.
-¡Ante todo, sed varoniles y fuertes! Jóvenes, yo respeto hasta a los malvados, si son fuertes y varoniles, porque su fuerza les hará algún día renunciar a su maldad y hasta a todo egoísmo. Ella los llevará a la verdad.
Era alto, ancho de espaldas y de pecho, corpulento y pesado. Tenía brazos musculosos, ejercitados en todos los deportes; la tez, aceitunada; la cara, redonda, con una frente ancha, una mandíbula poderosa, ojos magníficos, grandes, obscuros, un poco bombeados, con párpados gruesos, cuyo dibujo recuerda la clásica comparación con la hoja de loto. Nada se libraba de la magia de su mirada, que los mismo podía acariciar con su seducción irresistible, que brillar de ingenio, de ironía, de talento, que extraviarse en el éxtasis o ahondar imperativamente en lo íntimo de las conciencias y fulminar su furia. Pero, sobre todo, no se le acercó nadie en la India ni en América que no quedase sobrecogido por su majestad. Había nacido rey. Cuando se presentó en Chicago, en la sesión inaugural del Parlamento de las Religiones, que fue inaugurado en septiembre de 1893 por el Cardenal Gibbons, obscureció a cuantos lo rodeaban. Predominó su fuerza y su hermosura, la gracia y la dignidad de su manera de llevar su cabeza, el sombrío fulgor de sus ojos, su imponente modo de andar; y, apenas habló, la espléndida música de su voz cálida y profunda (una hermosa voz de violoncelo, como dijo Josefhine Mac Leod) sometieron a aquella muchedumbre de anglosajones de América, prevenidos contra él por sus prejuicios acerca del color; y el pensamiento del guerrero-profeta de la India marcó su garra en los costados de los Estados Unidos.
Nadie hubiese podido imaginárselo en segundo lugar. Allí donde estuviese, era el primero. Hasta su Maestro Ramakrishna, en una visión se representaba a sí mismo junto al amado discípulo, como un niño junto a un Rishi. Por mucho que rehuía los homenajes, que se juzgaba con severidad y que se humillaba, todos, a primera vista, reconocían en él al elegido del Señor, al jefe, al hombre marcado con el sello de la fuerza que manda a los hombres. Uno que se cruzó con él, sin conocerle, en los Himalayas, se detuvo sorprendido y exclamó:
-¡Shiva!. ..
Fue como si el dios de su predilección le hubiese escrito su nombre en la frente.
Pero aquella frente de maestro estaba azotada, como una cima por los cuatro vientos del espíritu. Muy pocas veces disfrutó la calma del aire, los espacios límpidos del pensamiento donde se cernía la sonrisa de Ramakrishna. Aquel cuerpo, demasiado potente, aquel cerebro tan vasto, eran el campo de batalla designado para todos los choques del alma tempestuosa. Lo presente y lo pasado, Oriente y Occidente, la acción y el ensueño, se acometían en él. Sabía demasiado, podía demasiado para consentir una armonía formada por el renunciamiento a una parte de su naturaleza, a una parte de la verdad. La síntesis de las grandes fuerzas opuestas exigía años de lucha, en los cuales se consumió su heroísmo con su vida. Combate y existencia eran para él sinónimos ... Muy corto fue el lote de días que se le otorgó. Sólo dieciséis años desde la muerte de Ramakrishna a la de su amado discípulo ... ¡Una llamarada!. .. Cuando tendieron al atleta sobre la pira tenía menos de cuarenta años ...
Pero la llama de aquella pira todavía arde hoy. Y, como el antiguo fénix, han renacido de sus cenizas la conciencia de la India -ave mágica-, la fe de su unidad en el gran Mensaje, que desde los Vedas prepara el espíritu soñador de un pueblo milenario, del cual tiene que dar cuenta el resto de la humanidad.
Por Romain Rolland
Del libro 'Vida de Vivekananda'
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