jueves, 18 de octubre de 2012

No es bastante

San Francisco de Asis

Debí bajar a San Damiano para recoger las herramientas, barrer la iglesia y poner orden en ella. 

"Regala las herramientas al viejo cura", dijo Francisco, "pero antes de dejárselas bésalas una por una, porque han llenado bien su misión. Ya no las necesitamos. La iglesia que hemos de reparar ahora no se reconstruye con ayuda de cal ni con una paleta". 

Abrí la boca para pedirle explicaciones, pero la cerré enseguida. Un día, me dije, comprenderé. ¡Paciencia!

"Puedes partir", dijo Francisco, "yo no saldré hoy de la gruta. Quiero rogar a Dios, tengo mucho que decirle, que me de fuerzas. Hay un abismo ante mi, ¿cómo puedo llegar a Dios?"

Partí. Lo que ocurrió en la gruta no lo supe sino muchos años más tarde, cuando Francisco, muy enfermo, se preparaba para dejar el mundo de los vivos. Recuerdo que era de noche. Francisco estaba acostado frente a la Porciúncula, en el suelo y no podía dormir. Me llamó y me pidió que me sentara junto a él. Durante esa velada me contó lo que había ocurrido años antes en la gruta.

Una vez solo se había acostado boca abajo besando la tierra y llamando a Dios. "Sé que Tú estás en todas partes", gritaba. "Basta que levante una piedra para descubrirte, basta que me incline en un pozo para ver en él Tu rostro, y cada gusano que miro tiene Tu nombre grabado en el lomo, en el lugar mismo en que sus alas ya despuntan. Tú estás asimismo en esta caverna y en el bocado de tierra que ahora tengo en los labios. Y Tú me ves y Tú me oyes y Tú tienes piedad de mí... "

"Entonces, Padre, escúchame. Anoche, en esta misma gruta, grité lleno de alegría: 'He hecho, Señor, cuanto me has ordenado, he reconstruido, he consolidado la capilla de San Damiano.' Y Tú respondiste: '¡No es bastante!' '¿No es bastante? ¿Qué debo hacer? ¡Ordéname!' Entonces volví a oír su voz: '¡Francisco, Francisco, hay que consolidar a Francisco, el hijo de Bernardone!' ¿Cómo consolidarlo, Señor! Las vias son múltiples, ¿cuál es la mía? ¿Cómo vencer a los demonios que habitan mi alma? ¡Son innumerables! ¡Si no me ayudas, estoy perdido! ¿Cómo impedir que la carne se interponga entre nosotros y nos separe, Señor? ¿Cómo liberarme, Señor, de mi padre, de mi madre y de la mujer? ¿Cómo liberarme de la tentación del bienestar? ¿Cómo liberarme del orgullo, del amor a la gloria, de la felicidad? Los demonios mortales son siete y los siete roen mi corazón. ¿Cómo liberarme de Francisco, Señor?"

Así había gritado y delirado, debatiéndose todo el día, acostado boca abajo en la gruta. Hacia el
crepúsculo oyó una voz que lo llamaba:

_¡Francisco!

_¡Aquí estoy, Señor, a tus órdenes!

_Francisco, ¿puedes ir a Asís, tu ciudad natatal donde todos te conocen y frente a la casa de tu padre ponerte a cantar y danzar batiendo las manos y gritando mi nombre?

Francisco escuchaba, estremeciéndose. Y la voz volvió a decir por encima de él más cerca esta vez, en su oído:

_¿Puedes pisotear, envilecer a ese Francisco? ¡Nos estorba, nos impide reunirnos! ¡Hazlo desaparecer! Los niños te perseguirán y te arrojarán piedras. Las muchachas se asomarán a sus ventanas y se echarán a reir. Tú estarás cubierto de heridas, sangrando pero dichoso y exclamarás: "Tenga la bendición de Dios quien me arroje una piedra una vez. Tenga dos veces la bendición de Dios quien me arroje dos piedras... " ¿Puedes hacerlo?

Francisco escuchaba temblando. "No puedo", pensaba, "no puedo ... " pero no se animaba a confesárselo.

Señor, dijo al fin, ¿no querrías enviarme a otra ciudad y ordenarme que en ella baile y grite tu nombre en mitad de la plaza?

Pero la voz se había elevado, grave y llena de desdén:

_¡No, irás a Asís!

Entonces Francisco mordió la tierra que oprimía sus labios y sus ojos se llenaron de lágrimas:

_¡Señor, piedad! ¡Dame el tiempo para preparar mi alma y mi cuerpo! ¡No te pido más que tres días y tres noches! Nada más.

Y la voz volvió a tronar, no ya al oído de Francisco, sino en sus entrañas:

_¡No, ahora mismo!

_¿Por qué tan rápido, Señor? ¿Por qué quieres castigarme tan duramente?

Entonces la voz de Dios se alzó esta vez en el corazón de Francisco ligera y tierna:

_¡Porque te quiero!

Y el corazón de Francisco se apaciguó de súbito, una fuerza nueva lo penetró, su rostro se iluminó. Se alzó y dijo: "¡En marcha!".

En cuanto me vio levantó la mano:

-¡Vamos, hermano León!
_¿Adónde?
_¡Vamos a "saltar"!

Vacilé, sin atreverme a preguntar. ¿A saltar qué? No comprendía. Me precedió y, poco después, los dos caminábamos por la ruta de Asís.

(del libro "El pobre de Asís", por Niko Kazantzakis)

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