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Swami Vivekananda |
El Parlamento abrió a las 10 de la mañana. Toda forma de creencia religiosa organizada, profesada por unos 1.200 millones de personas en el mundo, estaba representada en la ocasión. Entre los grupos no cristianos estaban: el hinduismo, el jainismo, el budismo, el confucionismo, el sintoísmo, el islamismo, y el zoroastrianismo.
El amplio salón y la enorme galería del Palacio de arte estaban repletas con unas siete mil personas — hombres y mujeres que representaban la cultura de los Estados Unidos. Los delegados oficiales marcharon en una gran procesión hacia la plataforma. En el centro, con un manto púrpura, se sentó el cardenal Gibbons, el más alto prelado de la Iglesia Católica Romana en el hemisferio occidental. Ocupó la silla presidencial y abrió la reunión con una oración. A su izquierda y derecha se agruparon los delegados orientales: Pratap Chandra Mazumdar del Brahmo Samaj de Calcuta y Nagarkar de Bombay; Dharmapala, en representación de los budistas de Ceilán; Gandhi, representando a los jainistas; Chakravarti y Annie Besant de la Sociedad Teosófica. Con ellos se sentó Swami Vivekananda, quien no representaba a una secta en particular, sino a la religión universal de los Vedas, y que hablaba, como se verá a continuación, por la aspiración religiosa de toda la humanidad. Su ropa espléndida, el gran turbante amarillo, su tez bronceada, y sus rasgos finos sobresalían en la plataforma, atrayendo la atención de todos. El Swami tenía treinta representantes para hablar antes que él.
Los delegados se levantaron, uno por uno, y leyeron sus discursos preparados, pero el sannyasin hindú no estaba en absoluto preparado. Antes de dicha evento nunca había tenido oportunidad de encarar públicamente a tantas personas. Cuando se le llamó para hacer su participación, presa de miedo escénico, pidió al Presidente que le llamaran un poco más tarde. Varias veces pospuso la citación. Él mismo admitió más tarde: "Por supuesto que mi corazón estaba palpitando fuertemente y mi lengua estaba casi seca. Estaba tan nervioso que no podía aventurarme a hablar en la sesión de la mañana."
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Foto en el Parlamento de las Religiones Chicago, 11 de septiembre de 1893 De izq. a der.: Virchand Gandhi, Hewivitarne Dharmapala, Swami Vivekananda, y (probablemente) G. Bonet Maury
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Al fin llegó a la tribuna y el Dr. Barrows lo presentó. Encomendándose a Sarasvati, la Diosa de la Sabiduría, se dirigió a la audiencia como "hermanos y hermanas de América." Al instante, miles de personas se levantaron de sus asientos y le dieron un fuerte aplauso. Ellos se sintieron profundamente conmovidos de ver un hombre que dejaba de lado las palabras formales y les hablaba con el calor y la sinceridad de un hermano.
Llevó dos minutos completos antes de que el tumulto se silenció y el Swami pudo continuar.
Hermanas y hermanos de América,
Llena mi corazón de dicha indescriptible levantarme en respuesta a la calurosa y cordial bienvenida que nos han dado. Les doy las gracias en nombre de la más antigua orden de monjes del mundo; les agradezco en nombre de la madre de las religiones y les agradezco en nombre de los millones y millones de indios de todas clases y sectas.
Agradezco también a algunos de los oradores de esta tribuna que al referirse a los delegados del Oriente les han dicho que esos hombres de lejanos países muy bien pueden reclamar para sí el honor de llevar a las diferentes tierras la idea de tolerancia. Me siento orgulloso de pertenecer a una religión que ha enseñado al mundo no sólo la tolerancia, sino también la aceptación de todos los credos religiosos. No sólo creemos en la tolerancia universal, sino que aceptamos todas las religiones como verdaderas. Estoy orgulloso de pertenecer a una nación que ha dado hospitalidad a los perseguidos y a los refugiados de todas las religiones y de todas las naciones de la tierra. Me enorgullece poder decirles que hemos albergado en nuestro seno los remanentes más puros de los israelitas, quienes llegaron al Sur de la India y se refugiaron en nosotros en el mismo año en que su santo templo era destruido por la tiranía romana. Me siento orgulloso de pertenecer a una religión que ha amparado y ampara todavía los restos de la gran nación zoroastriana. Les citaré, hermanos, algunas líneas de un himno que recuerdo haber repetido desde mi más tierna infancia y que todos los días repiten millones de seres humanos: "Así como los diferentes arroyos tienen sus fuentes en diversos lugares y vierten todos sus aguas en el mar, así, ¡oh Señor!, las distintas sendas que los hombres toman por sus diferentes tendencias, por diversas que parezcan, tortuosas o rectas, todas conducen a Ti."
La presente convención, que es una de las más augustas asambleas que jamás se hayan constituido, es en sí misma una justificación, una declaración al mundo de la maravillosa doctrina predicada en el Guita (Bhagavad Guita): "Cualquiera que se dirige a Mí por cualquier senda que sea, Yo llego a él; todos los hombres están luchando en sendas que finalmente conducen a Mí." El sectarismo, la intolerancia y su horrible descendiente, el fanatismo, se han apoderado desde hace mucho tiempo de este hermoso planeta. Han llenado la tierra con violencia, muy a menudo empapándola con sangre humana; han destruido la civilización y llevaron a naciones enteras a la desesperación. De no haber sido por estos horribles demonios, la sociedad humana estaría mucho más adelantada de lo que está actualmente. Pero su hora se aproxima; y espero fervorosamente que la campana que ha repicado esta mañana en honor de esta convención, sea el tañido fúnebre por la muerte de todo fanatismo, de todas las persecuciones con la espada o con la pluma, y de todos los sentimientos poco caritativos entre personas que siguen su camino hacia el mismo fin.