lunes, 28 de noviembre de 2011

La voluntad de Dios



El Bendito Señor Jesús
Si se quiere saber lo que se entiende por “voluntad de Dios” en la vida del hombre, este es un medio de tener una buena idea de ella. La voluntad de Dios se encuentra indudablemente en todo lo que se requiere de nosotros a fin de que podamos unirnos unos con otros por medio del amor. Si se quiere esto puede llamarse el dogma básico de la Ley Natural, que prescribe que debemos tratar a los demás como querríamos ser tratados por ellos, que no debemos hacer a otros lo que no querríamos que otros nos hicieran. En otras palabras, la ley natural es simplemente que se debe reconocer en todo ser humano, la misma naturaleza, las mismas necesidades, los mismos derechos y el mismo destino que nosotros. El resumen más sencillo de toda ley natural es: tratar a los hombres como si fueran hombres. No actuar como si sólo yo fuera hombre y todo otro ser humano fuese un animal o un mueble.

Todo cuanto se me pide a fin de que pueda tratar a todos los demás hombres efectivamente como seres humanos es voluntad de Dios para mí expresada en la ley natural. Halle o no satisfactoria la fórmula, es evidente que no puedo vivir una vida realmente humana si desobedezco consecuentemente este principio fundamental.

Pero no puedo tratar a los otros hombres como hombres, a menos que tenga compasión de ellos. Al menos tengo que tener la compasión suficiente para comprender que cuando sufren, siente algo parecido a lo que siento yo cuando sufro. Y, si por alguna razón, no siento espontáneamente esta clase de simpatía por los demás, entonces la voluntad de Dios es que haga lo posible para aprenderlo. Tengo que aprender a compartir con otros sus alegrías, sus sufrimientos, sus ideas, sus necesidades, sus deseos... Tengo que aprender a hacer esto, no sólo en los casos de aquellos que son de la misma clase, la misma profesión, la misma raza y la misma nación que yo, sino cuando los hombres que sufren pertenecen a otros grupos, incluso a grupos considerados como hostiles. Si hago esto, obedezco a Dios. Si me niego a hacerlo, le desobedezco. No es, por lo tanto, un asunto entregado al capricho subjetivo.

Ya que esta es la voluntad de Dios para todos los hombres y, ya que la contemplación es un don que no se concede a nadie que no acepte la voluntad de Dios, la contemplación queda descartada para todo el que no trate de cultivar la compasión hacia los otros hombres.

“En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros.” “Quien no ama permanece en la muerte.”

Si se mira la contemplación como un medio de escapar a las miserias de la vida humana, como una retirada de la angustia y el sufrimiento de esta lucha en pro de la reunión con otros hombres, no se sabe lo que es la contemplación ni nunca se hallará a Dios en ella. Pues precisamente en el restablecimiento de la unión con nuestros hermanos descubrimos a Dios y le conocemos, porque Su vida comienza a penetrar nuestras almas. Su amor posee nuestras facultades y podemos saber Quién es Dios al experimentar su misericordia, que nos libera de la prisión de nuestro egoísmo.

Sólo hay una verdadera huida del mundo; no es la huída del conflicto, la angustia y el sufrimiento, sino la huida de la desunión y la separación, hacia la unidad y la paz en el amor al prójimo.

¿Cuál es el “mundo” por el que Cristo no quería rogar y del cual dijo que Sus discípulos estaban en él pero no eran de él? El mundo es la ciudad inquieta de los que viven para sí y por lo tanto están divididos unos contra otros en una lucha sin fin, pues continuará eternamente en el infierno. Es la ciudad de los que luchan por la posesión de las cosas limitadas y el monopolio de los bienes y los placeres que no pueden ser compartidos por todos.

Pero si se trata de huir de este mundo dejando meramente la ciudad y ocultándose en la soledad, sólo se conseguirá llevarse la ciudad a la soledad y, sin embargo, se puede estar enteramente fuera del mundo, aun permaneciendo dentro de él, si se deja que Dios le libere a uno del egoísmo y se vive sólo para el amor.

Pues la huida del mundo no es más que la huida del egoísmo. Y el hombre que se encierra con su egoísmo se pone en una situación en la cual lo malo que hay dentro de él le poseerá como un demonio o lo enloquecerá. Por esto es peligroso ir a la soledad solamente por el deseo de estar solo.

El vivir con otras personas y aprender a perdernos en el entendimiento de sus debilidades y deficiencias puede ayudarnos a ser verdaderos contemplativos. Pues no hay medio mejor de verse libre de la rigidez, dureza y rudeza de nuestro inveterado egoísmo, que es el insuperable obstáculo para llegar a Dios.

Incluso la valiente aceptación de las pruebas interiores en la completa soledad no puede compensar del todo la obra de purificación realizada en nosotros mediante la paciencia y humildad, amando a otros hombres y siendo compasivos hacia sus necesidades y exigencias menos razonables.

Por Thomas Merton del libro “Semillas de contemplación”.

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